jueves, 25 de abril de 2013

Volando en Dover

Apenas quedaban unos días para que acabara esa gran experiencia que fue mi año Erasmus en Inglaterra. La parte más dura de los exámenes, que bauticé el "Torumalet" (sí, toru, en honor a los toroides y sus coordenadas de Plasma), me había dejado algo cansado, con siete exámenes en dos semanas, cinco de ellos en los cinco últimos días. Sin embargo, la ilusión por conocer nuevos lugares, algo que espero que nunca se agote, seguía intacta en mi interior.
Esta vez me acompañarían en el viaje Ginesa y Manuel. Hacía unos meses, vinieron conmigo, por primera vez, a Londres. Muchas cosas habían cambiado en mí desde aquel descubrimiento de la gran ciudad. Ahora, era prácticamente un Londoner, sin renunciar a mi identidad manchega, y conocía algunos de los miles de rincones mágicos que la capital británica tiene escondidos. Así, con una firme determinación de caminar por lugares que ya eran familiares, les presenté esos tesoros que tanto me habían maravillado. Días después, realizaría junto a ellos mi última salida del año Erasmus por tierras británicas.
La humedad, una constante en la gran isla, era superior. Una campana repicando y el canto de las gaviotas nos daban la bienvenida. Nos encontrábamos en Dover, una localidad costera bastante tranquila muy cercana a la conocida Canterbury, que meses antes había podido visitar. Callejeamos un poquito, sin perder el rumbo a nuestro gran objetivo: los acantilados de Dover.
Ya me habían hablado bastante bien de este paraje, pero las palabras son poco para describir uno de los paisajes británicos que más me sorprendieron. Dos niveles en el horizonte: arriba, verde; abajo, azul. El escalón, completamente blanco. Enfrente, Francia. Y, junto al camino, decenas de caballos.
La senda era fascinante. Había alguna cuesta, pero merecía la pena hacer un pequeño esfuerzo para disfrutar de aquel lugar. Sin embargo, el día no estaba siendo muy benévolo con nosotros: llovía ligeramente, mas llevábamos chubasqueros y eso no suponía ningún impedimento.
De repente, subiendo una de las últimas cuestas de camino al faro, se levantó un viento enorme que por poco nos impulsa hacia el mar. Aquí suele soplar, y como muestra de ello podéis ver la forma de uno de los árboles que fotografié. Lo primero y más sensato que hicimos, fue tirarnos al suelo. Manuel, que se había quedado rezagado tomando fotografías, no comprendía qué estábamos haciendo. El viento cesó ligeramente, y Manuel se empeñó en seguir; mas no avanzaría mucho en su aventura, escasos metros, hasta darse cuenta de que era imposible continuar: el viento nos llevaba. Pasaron los minutos, y había que regresar, pero la velocidad del aire no había cesado. Nos reíamos (¡qué mejor que hacer!) pensando cómo íbamos a emprender el regreso en aquellas circunstancias. Agachados, haciendo fuerza, o como se pudiera, cada uno de nosotros fue capaz de llegar hasta un punto más tranquilo, para al final regresar a Dover.
Había sido un día mágico, disfrutado en familia y fascinándonos ante esta maravilla de los acantilados de Dover, así como sintiendo la fuerza de la naturaleza, que estuvo a punto de llevarnos con ella. Sin duda, una aventura para no olvidar.


2 comentarios:

  1. Enhorabuena por estudiar fisica shur... ya me gustaria a mi poder hacerlo tan bien como tu

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  2. Hola. La verdad es que para mí la física es apasionante y por eso decidí acercarme a ella.
    Paciencia y ánimo: nada se construye de un día para otro. A todos a veces nos cuesta algún que otro dolor de cabeza, pero con empeño todo se consigue.
    Por cierto, te recomiendo que para próximos mensajes indiques tu nombre, por si te conozco de algo. ¡Un saludo, amigo!

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