martes, 9 de agosto de 2011

Perú (II). El pequeño destello que me llevó a la catarata

Hay ocasiones, en nuestra historia personal, en las que la aventura nos ha sacado de un mar de dudas y nos ha lanzado hacia una gran cantidad de vivencias. El relato que en estos momentos tus ojos recorren, querido lector, no estaría frente a ti de no ser por esa pequeña chispa de esperanza que surgió en un momento de desolación.
Estaba en la "enfermería", derrotado, impotente y cabreado. Era como un castigo, autoimpuesto, por una prudencia que rozaba la supervivencia. Pero, de repente, tras tomar una deliciosa granadilla (quizá algo dulce hacía falta en esa mañana), decidí afrontar el reto y sus consecuencias: aún quedaba mucho Jorge para dar guerra.
Y es que la noche anterior lo había pasado realmente mal. El gemelo volvía a estar débil y casi dijo basta en el camino hacia San Pablo Valera, un precioso y acogedor pueblo situado en la ceja de la selva amazónica. Tras bajar de Kuélap caminando, los autobuses nos llevaron hasta el punto más cercano a nuestro destino final. El resto, había que hacerlo a pie. Al principio, todo bien, pero el cargar con una mochila en la que llevábamos todo lo necesario para sobrevivir tres días y la pendiente, que poco a poco fue creciendo, empezaron a hacer estragos. Muy pronto el gemelo empezaría a quejarse, llevándome hasta la cola de los quetzales, un grupo ya alcanzado por el siguiente, que se encontraba muy bien de fuerzas. Paso a paso, no había salida posible, tuve que avanzar, a mi ritmo, soportando todos esos obstáculos, al que se le sumó un terrible dolor de mis dos hombros, con sendas contracturas, y eso que mi mochila iba más bien vacía. Sin embargo, estas situaciones siempre suelen encontrar algún tipo de solución, que normalmente reside en nuestro interior: en esa noche me guié por los astros, maravillosos, que se podían ver en abundancia en esas selvas alejadas de las grandes ciudades. Ellos me acompañaron e ilustraron un trayecto más bien oscuro. Me quedaría con un detalle que supera increíblemente todo el sufrimiento, y es la oscuridad que presentaba la montaña frente a la escasa luz del cielo, pudiendo apreciar ese maravilloso azul nocturno. Y así llegué a San Pablo Valera, pueblo que nos recibió con colores, petardos, músicas y bailes: todos sus habitantes nos esperaban en la plaza principal. Ahí, exhausto, sintiendo todos y cada uno de mis músculos doloridos al dar un simple paso, tomé la decisión de no emprender, al día siguiente, la marcha hacia la catarata de Gocta. Estaba realmente mal y lo único que me alivió fue una interesante conversación que mantuve con los lugareños sobre la catarata: por lo menos, ellos ilustrarían ese paisaje que me iba a perder.
Por la mañana la decisión parecía incluso más sólida. Estaba convencido de no arriesgar. Jesús Luna, gran amigo, me dijo que me veía mala cara, y precisamente esa cara era una mezcla de cansancio, dolor (aunque éste había remitido ligeramente) pero, sobre todo, lástima por no poder emprender la marcha.
Sin embargo, como comentaba al principio, surgió ese pequeño hilo de esperanza y opté por caminar. No podía perderme la tercera catarata más grande del mundo. Era el momento de disfrutar y, aunque hubiera que hacer un pequeño sacrificio, merecería la pena.
Los quetzales (primer grupo) ya habían salido, por lo que me acompañaron las águilas, el segundo en cuanto a fuerzas (jaguares, águilas y quetzales, en este orden). Poco a poco íbamos adentrándonos en la selva: pudimos ver gran cantidad de plantas y flores, así como también cruzamos un puente colgante. Y así descubrimos el primer salto de la catarata, impresionante; parecía mentira que nos esperase uno segundo, casi el doble de grande que éste. Poco después de deleitarnos frente a esta maravilla de la naturaleza empezamos un descenso muy pronunciado en el que nos encontramos algunos enterramientos de la cultura chachapoyas. Llegamos hasta lo más bajo del valle, con las fuerzas más bien escasas, pero éstas se dispararon al contemplar esa maravillosa, increíble y enorme cascada, en la que, a través de tantos metros de caída, el agua, dirigida por el viento, se descomponía en pequeñas gotitas. No tenía bañador (esta prenda no se encontraba entre lo básico para sobrevivir), pero el lujo de bañarme (en ropa interior) en la pequeña laguna que se formaba a los pies de la catarata, con sus gélidas aguas, fue una sensación inigualable.
Ya con las pilas cargadas por haber estado en un lugar tan positivo, nos dirigimos hacia Cocachimba, meta de nuestro recorrido, y en nuestro camino, de nuevo, tuvimos que enfrentarnos a una muy prolongada y pronunciada cuesta que se hizo interminable para muchos. Llegando al pueblo, algunos guías nos ofrecieron caña de azúcar: nunca olvidaré ese dulce sabor al morder aquel tallo. Y así, con los últimos destellos del día, culminamos nuestra aventura. Con los pelos de punta, elevando las manos hacia el cielo, dediqué esta caminata a tres personas, importantísimas para mí, y tímidas lágrimas poblaron mi rostro, por primera vez, al acabar una caminata en Ruta Quetzal BBVA. Estaba completamente derrotado, pero mejor que nunca, contento por haberlo logrado. Sin duda, el esfuerzo había merecido la pena.